En cualquier afición llega, tarde o temprano, el problema generacional. Ese momento en que la sangre nueva decide si seguir el camino de sus ancestros o hacer el suyo propio; sea en territorio inexplorado o llenando de cables y metal el medio que antes nos era conocido.
En una afición con tanto tiempo en las alforjas, quien más y quien menos tiene sobrinos, hijos o nietos. Todos hemos cabalgado hacia la puesta de sol o acechado al rostro pálido junto a nuestros pequeños y no es de extrañar ese vuelco al ver los ojos brillar de alegría… los suyos digo… los suyos…
Pero, ¿cómo mantener la expectación de estos que viven ya en otro medio? No nos engañemos, la fuerza de las películas o las novelas de siempre está ahí, con la solvencia que da una criba de años; pero no atrae de buenas a primeras porque su lenguaje hay que comprenderlo primero, para valorarlo después.
Y sin embargo sigue funcionando: indios y vaqueros, sheriffs y bandidos, colonos, tramperos, barones del ferrocarril, el oro, la construcción de una ciudad, los duelos, la naturaleza, los espacios abiertos y la fuerza imponente, a veces destructiva, de la creatividad en crudo… Los códigos están ahí, reconocibles, y no es extraño el anuncio, serie o película en que aparece un entrecerrar de ojos enfrentados o el recuerdo de un sonido a la Morricone. Y están porque funcionan.
Pero, aunque parezca que la batalla esté perdida y que el género debe al final relegarse a formar parte de la urdimbre de otras creaciones, la verdad es que cuanto más lo damos por perdido, más pronto rebrota. Y es que, tal como lleva haciendo durante mucho tiempo, cuando cae ante el revólver de un pistolero más joven, solo lo hace para levantarse, con el pedazo de plomo nuevo asimilado en las entrañas, aprendiendo una forma más de reproducirse y reflejarse en el tiempo en el que vuelve a ser representado.
Así ha pasado y así vuelve a ocurrir. Ahí tenemos un Rango que es a la vez una película de animación para pequeños y un genial compendio de guiños al género para los que tienen el western en las venas. O un Red Dead Redemption que ha llevado de tal forma el sabor del salvaje Oeste al mundo de los videojuegos que no pudo sino crear una segunda entrega aún mejor que la anterior (si puedes, toma las riendas de un mando y nota el encabritar de un colt al disparar o el estruendo de un caballo a galope tendido). Y no acaba ahí, no; están los cómics, especialmente los de este lado del charco, juegos de mesa, el valor ecológico del indio, la nostalgia de los que cogieron el otro camino, las historias de ellas, que si bien también aparecieron antes, ahora lo hacen con mayor presencia y complicidad; y hay películas, siempre las hay, como las noticias con las que recientemente conecta Tom Hanks esas dos facciones divididas en un mundo de postguerra que continúa polarizado.
Así que hagamos frente común y dejemos ese muñeco indio, ese cuento o el sombrero vaquero, en la habitación de nuestros pequeños. Hagamos como el capitán Kidd y enseñemos sin forzar; como la carta que se deja sobre la mesa a la espera de que el jugador la levante. Porque nuestro es el código y suya la interpretación. Dejemos que irrumpa la psicología de un Mann, la violencia de un Peckinpah, la estridencia de un Leone o, ¿por qué no?, el todo de un nuevo John Ford.
Y es que el chiste eterno es que el Western se muere… pero nunca llega su hora.